HACÍA TANTO QUE NO HABLABA CONMIGO
Por Eduardo Juan Salleras, 25 de agosto de 2012.-
Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente
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En un domingo frío y solo, con sol pero ventoso, la corriente del sur lastimaba la piel.
Momento propicio para buscar un reparo, encender el fuego con aquellas ramas que caen secas de los árboles, en especial de los eucaliptus de un boulevard de casi dos mil metros, con alguna hojarasca debajo que reaccione de inmediato al fósforo, viendo como de a poquito las llamas van creciendo desde el amarillo al celeste fuerte… buscar la parrilla para quemar en el fogón la grasita que suele quedar adherida del asado anterior protegiéndola de la oxidación, y la que larga un olor especial, hasta ponerse roja incandescente, correrla entonces a un costado esperando la carne: que sea un buen vacío o bifes anchos de paleta gruesos como dos dedos míos o tres de alguien normal.
¡Qué buen momento!
¡Qué buena ocasión para la reflexión!
Hace tanto que no hablo conmigo,
decirme lo que no me gusta de mi y no hago nada para resolverlo. Y por qué no, lo que sí.
Tengo una grosera autocrítica - y digo grosera porque me trato de esa forma - que molesta a los que me rodean, dicen que al parecer disfruto del auto-flagelo. En realidad siento como una liberación, aunque no sirve de nada sino logro resolverlo.
También dudo de las soluciones que elijo porque no acertar con frecuencia a uno lo lleva a vacilar y es esa desconfianza en uno mismo por el camino seleccionado, la que conduce muchas veces al fracaso, de antemano empujamos el resultado a la derrota. Es lo que debo revisar.
Por ello uno debe proponerse desarmar esas estructuras que lo limitan en el uso de la felicidad.
Un buen amigo me decía días pasados, que le estaba yendo mal a pesar de hacer todo bien, - no es mi problema - le dije - pues que a mí me va mal porque no hago las cosas bien… él esta frito, en cambio yo tengo un buen futuro sólo debo hacer lo correcto.
Hay un cierto temor en los argentinos – hablo de la Argentina únicamente ya que es el país que me tocó en suerte - en asumir errores. Cuando alguien rompe algo, lo primero que hace es mirar hacia los costados para ver si alguien se dio cuenta y enseguida buscar a quién echarle la culpa. Es más común de lo que muchos creen.
Esto nos hace un pueblo escondido de los aciertos. Y en la tendencia barrenan los gobiernos, imitando a la sociedad que los parió. Se toma así como una conducta natural la que no precisa ni requiere corrección, y dentro de esas premisas, el país no abandona la mediocridad.
Tampoco es útil y sano asumir culpas, una y otra vez, sin decir basta. Llevando como estandarte la derrota, eso sí, jamás disfrazarlo de éxito, ni minimizarlo o negarlo, ahora, de ahí a vestirse de infortunio, hay un abismo.
No es bueno disfrutar de la angustia, esa forma de masoquismo es tan innecesaria como torpe, y nos impide alcanzar la felicidad o distinguir esa que nos rodea, aburrida ya de que no le prestamos atención.
Me voy a dejar tranquilo para hablar un rato con Dios. Esta calma que siento mirando el fuego y disfrutando de sus aromas cambiantes, al reparo del viento frio, es el instante ideal para intentar conectarme con “Él” Jefe.
Soy creyente católico y bastante practicante.
Reconozco que últimamente no tengo una charla fluida con “Él”. Quizás, inconscientemente le achaque mis yerros personales, de los que nada tuvo que ver.
El diálogo no fue muy fluido, sólo se escuchaba mi voz, y en ese silencio me di cuenta que tal vez me había ido muy lejos… “Él” me escuchaba a mí porque siempre lo hace, pero yo no a “Él”.
Debería resolver mi sordera o arrimarme, concluí. Al menos di un gran paso… le hablé y si me acerco más es factible que también pueda escucharlo.
¡Qué bueno es hablarnos a nosotros!
Es diferente a la meditación.
Se parece más a un examen de conciencia, liberar el diálogo entre el cuerpo y el alma.
Esa voz que nos responde, siempre sincera, a veces cruda, tal vez no sea nuestra palabra sino la expresión de Dios que nos aconseja, que nos hace vernos de una manera diferente, trasparentando algunas situaciones oscuras o escondidas por el ego.
Las brasas rojas me indicaban que ya era tiempo de poner la carne al asador, primero frotarla con limón – debo evitar la sal – luego colorearla con ají molido y por qué no, un poquito de provenzal. Disfrutar de la fragancia que expele con el humo ese corte cociéndose en la parrilla.
Encontré una botella abierta de vino tinto en buen estado, y si bien no soy de consumir alcohol, la situación invitaba a un cambio, el fresco, la espera en soledad… claro, al ratito, con el estómago vacío se hizo sentir en la cabeza, no llegando al mareo, sí a una cierta somnolencia que me apuró a consumir un buen queso, el que se lleva de maravillas con esta bebida.
El sol se floreaba en el reparo, y el viento frío del sur debía esquivarnos sí o sí.
Fue un buen domingo para reencontrarme conmigo, con lo bueno de mí, tal vez sea la forma de hallar a Dios, más cerca, más definido… y al tacto de su sabiduría, comenzar a corregir las cosas.
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