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Recuerdos de mi muerte - Apunte 21- La sala nueva


Esta sala que muestro en imagen tiene suficiente similitud con la que es objeto de este apunte. Porque era así de blanca aunque, a mi llegada, estaba absolutamente vacía.
Un detalle: la ventana no estaba sobre esa pared del fondo sino sobre la de su izquierda, que daba hacia la calle, creo que la 9 de Julio. En ese muro solamente había un pequeño cartel que indicaba que esa sala había sido pintada con dinero y mano de obra de la Asociación Cooperadora, y pedía que se la cuidara.

Me entraron con mi cama por una puerta que había sobre el muro de la derecha, que seguramente conectaba con la sala en la que estaba anteriormente, y me instalaron en el primer lugar junto a esa puerta.
Minutos después se abrió otro acceso que estaba más a mi izquierda, sobre la pared opuesta a la que - en la imagen que acompaña la nota - correspondería a la de la ventana.
Por allí ingresaron en sus camas tres pacientes más que fueron colocados paralelos a mí, completando la sala hasta el fondo.

Creo que no es necesario que recuerde a los lectores consecuentes de estos apuntes que jamás existió ese lugar en la realidad, aunque sí es bueno que lo remarque para los nuevos seguidores.

La sala a la que me trasladaron en mi periplo extracorpóreo era tan blanca y tan iluminada como la fotografíada aquí. Las camas estaban colocadas exactamente así. Un total de cuatro, de las que yo ocupaba la primera, la que vendría a continuación en la imagen, a la izquierda de la segunda, ubicada donde se ve la paciente que observa la cámara casi de reojo.

Dos temas importantes para el relato surgieron en este lugar.

Uno de ellos es que las tres camas que ingresaron inmediatamente después de la mía no eran conducida por enfermeros sino por dos jóvenes de unos 18 años de edad, vestidos con camisa y jeans, de aspecto muy prolijo. Hicieron su labor con rostro serio, demostrando en sus acciones que estaban suficientemente acostumbrados a esas labores.
Cuando pregunté quiénes eran me respondieron que uno de ellos, el que iba junto a la cabecera de cada paciente que trasladaban, era el hijo del Dr Richardson, en tanto que el otro era un amigo suyo. Ambos venían a colaborar en la clínica cuando había mucho trabajo, supervisados por la infaltable Elvira que, además, era la abuela materna del primero de los muchachos.

El otro asunto que iba a llamar mucho mi atención ganando su importancia en esta historia fue que en la primera cama a mi derecha trajeron a un hombre bastante dañado, vendado en varias partes del cuerpo, con un rostro que parecía haber sufrido fuertes golpes. El lugar inmediato siguiente quedó ocupado por una mujer que también se veía herida pero aparentemente en su pierna, pues se la veía nerviosa pero no muy lesionada. Y en la cama del fondo - la que aquí se ve junto a la ventana que según mi recuerdo no existía - quedó alguien que estaba envuelto en vendas desde la punta de la cabeza hasta la punta de los pies, con una pierna colocada en un soporte como los que se usan para pacientes seriamente fracturados. Los tres llegaron prácticamente juntos y luego me enteré de que habían sufrido un grave incidente que los dejó a cada uno en ese estado.
En razón de que este segundo tema comenzó y finalizó en ese lugar, voy a referirme a él, ya que con el hijo del Dr Richardson sucedieron varios encuentros posteriores que merecen su propio apunte.

El hombre que estaba en la primera cama era un taxista. Unos minutos después de que fuera traído a la sala llegó una jovencita de unos 15 años que luego supe era su hija. Ella mostraba también signos de golpes en el rostro pero que seguramente fueron atendidos prontamente y no justificaban su internación. Acercó una silla y se sentó junto a su padre, colocando amorosamente el rostro sobre su pecho. Había otras personas que iban y venían entre la ventana y el lecho de ese paciente, pero yo estaba muy inquieto esperando la llegada de Olga a quien todavía no había visto.

Vi de espaldas una de las mujeres y me pareció que era mi esposa. Tenía el mismo peinado y el mismo color de cabello. En mi "sueño", Olga tenía el pelo recogido con una "cola de caballo" y teñido de color caoba, en el mismo tono que esa mujer.
Pero luego observé a otras dos que estaban por ahí y que mostraban el mismo peinado y el mismo color. Poco a poco me fui dando cuenta de ese detalle que no había notado antes: muchas, si no todas las mujeres en Esquel tenían el mismo aspecto. Y cuando llegó mi amorcito, ella también lucía así.
De allí me surgió una idea que usé como broma con Olga y con las enfermeras. Era algo así como decirles que "las mujeres de Esquel eran todas Koleston y una clave del color". Pero ese supuesto chiste no causaba ninguna gracia a las que lo escuchaban.

Alguien me acercó en algún momento un periódico en el que aparecía en primera plana la noticia de lo que había sucedido con el taxista y sus acompañantes, pero como el protagonista estaba a mi lado y conversé mucho con él haré aquí un resumen del asunto.
El hombre no estaba en actividad laboral plena porque cumplía las funciones de secretario de uno de los dos gremios a los que los taxistas estaban afiliados. Y entre ambos sindicatos se había desatado tiempo atrás una guerra feroz, con agresiones incluidas.
Esta vez mi vecino de cama en la clínica había salido a cobrar la cuota sindical a otros colegas de la comarca. Iba acompañado por las dos mujeres que ahora ocupaban las otras camas y por la hija que yo veía sentada junto a él.
Cuando estaban cerca de un paraje denominado Piedra Parada fueron interceptados por otro automóvil en el que viajaban varios hombres relacionados con el otro sindicato. Cuando se aproximaron ambos vehículos, los ocupantes del segundo mencionado comenzaron a disparar balazos contra el primero. Hirieron a los que en él viajaban y, cuando el conductor perdió el conocimiento, su automóvil volcó sobre la banquina mientras los otros huyeron.
La ambulancia llegó al lugar, cargó los cuatro heridos y los trajo a la clínica.

Pero el hombre no estaba solamente dolorido por las lesiones sufridas sino que su principal malestar era el tema económico. Sabía que no iba a poder trabajar por un tiempo, no tenía seguro que cubriera los importantes destrozos del vehículo y tampoco una obra social que soportara los muchos gastos que estas internaciones acarrearían. Expresaba en muy alta voz que quería que el sindicato se ocupara de él o que lo llevaran al hospital gratuito porque él sabía que esta clínica en la que estábamos era muy costosa y que él no tendría cómo cubrir la seguramente abultada cuenta final.

Un detalle importante es que en el periódico aparecía la fotografía del automóvil volcado sobre la banquina y no era como los coquetos móviles blancos que se ven en la realidad esquelense sino un antiguo vehículo negro que me hizo recordar un Chevrolet modelo 40. Evidentemente los sindicatos que intentaban agrupar a los taxistas eran como los de esa época, muy parecidos a los que manejaban los gángsters de Chicago, de Rosario o de muchos otros lugares del mundo.

Olga participó de varias de mis charlas con el hombre, en las que yo trataba de consolarlo diciéndole, por ejemplo, que mi hija mayor iba a venir a conocer la comarca y entonces íbamos a contratarlo para recorrerla, con lo que se podría "hacer de unos pesos" para pagar las deudas que este incidente seguramente le habrían provocado. Y en un aparte le dije a mi esposa que aprovechara todo lo que pudiera los servicios de la clínica porque eran "carísimos" pero para nosotros iban a ser gratuitos. No sé de dónde saqué esto último pero resultó siendo así.

La "momia" que ocupaba la última cama - lo digo por el aspecto de daba envuelta totalmente en vendas - volverá a aparecer en otro apunte. En cambio la sala blanca, el taxista, su hija, la otra mujer herida y las visitantes desaparecieron de mi historia en un momento en que seguramente volví en mí en este mundo que llaman "real".

Nos encontramos en el próximo apunte.
Saludos afectuosos.

Daniel Aníbal Galatro


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