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Recuerdos de mi muerte - Apunte 16 - Elvira


Esta señora es enfermera y es la más parecida a Elvira que encontré.
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En el apunte anterior dejé pendiente recordar el nombre de la suegra del Dr. Richardson. Solamente mencioné que estaba más o menos convencido de que comenzaba con la letra E.

Me llovieron nombres que amablemente ustedes me enviaron pero ninguno de ellos era el que creía recordar. Y, de pronto, un destello de esos que a veces a todos nos iluminan alguna región de la mente puso de relieve una palabra: "Elvira". Y, por asociación, también recordé que cuando alguien me la mencionó por primera vez en mi "sueño" la relacioné con una antigua tía política casada con un señor de apodo "Gaita", seguramente de nombre "Cayetano" o algo así. Como en la familia había otra Elvira, a ésa se la denominaba "Elvira de Gaita" para diferenciarla.

Y entonces evoqué en mi pensamiento la circunstancia de que cuando alguien me dijo que la suegra del médico se llamaba Elvira también hice esa asociación: "la de Gaita". Por lo que, en la medida de lo posible en este relato, casi no tengo dudas sobre el nombre.

Busqué en Google alguna imagen que se le pareciera y encontré la que coloqué en este apunte, de una señora que casualmente es enfermera pero que tuve que modificar un poco para hacer de tez más oscura, cabellos negros y con el rostro algo más serio o quizá algo más triste.

La Elvira de mi historia mediría, insisto, 1,60 metros, vestía permanentemente un guardapolvo celeste, usaba anteojos de marco grueso y oscuro, y siempre mostraba una expresión de cansancio o de tristeza, o quizá una combinación de ambos estados.

Era el motor que mantenía en acción el sistema de la clínica. Por algún motivo que no llegué a conocer, la veía dando indicaciones a las enfermeras y a las mucamas, yendo de un lugar a otro para asegurarse de que todo estaba en orden, y en el caso de los shows matinales del médico revisando historias clínicas, siendo su permanente ayudante.

No comprendí, como dije, por qué esa mujer estaba tan subordinada a ese sistema cuando en realidad era familiar directa del dueño de todo. Imaginé que no era por dinero, pues seguramente no lo necesitaba. Hasta llegué a pensar que la unía una dependencia amorosa unilateral con Richardson, porque éste no manifestaba ninguna deferencia especial para con ella y se la veía tratándola como si fuese una empleada más en su organización.

Elvira era de físico delgado - "esmirriado" hubiera dicho mi madre - y pese a que su función era notoriamente destacada su aspecto la hacía alguien que podía pasar casi desapercibido porque no irradiaba ese aura de poder que acompaña a muchos jefes de algo.

Tiempo después - en la realidad quizá solamente algunos minutos u horas pero en mis andanzas fuera del cuerpo fueron días - pude saber algo más sobre ella.

Vivía en una casa hermosa aunque no llamativa situada, creo recordar, sobre la Avenida Ameghino lejos del centro, y cuando pasamos por allí con Olga registré que estaba al 1800 de esa calle. Estaba, caminando hacia el noreste, a mano derecha. No sé si también allí residía su yerno con su familia. Tampoco me enteré de si tenía esposo.

Junto a la vivienda de esta señora había dos locales comerciales: el que estaba lindante con la casa estaba destinado a taller mecánico y el otro se veía cerrado.

El hijo del doctor era quien de alguna forma dirigía el taller, o quizá solamente lo utilizaba para preparar su moto y su antiguo automóvil para participar de competencias de las que en otro apunte me voy a ocupar. Pero cuando estuvimos allí con Olga un día domingo - ése en el que Richardson hizo su show en el frente del hotel aunque no acostubraba en feriados - también apareció Elvira por allí, y para limpiar y arreglar el lugar como lo hacía en la clínica.

Estábamos conversando con un mecánico cuando ella entró con su guardapolvo celeste y algunos elementos tales como una escoba y un plumero. Nos saludó sin darnos mayor importancia y dedicó unos minutos a la tarea. Luego pasó junto a nosotros mirándonos como único saludo y salió del local para regresar a su casa. Siempre seria, siempre triste, siempre dando el aspecto de alguien que está haciendo algo que debe hacer y que no se plantea si le produce satisfacción o pena cumplir esa labor.

Me causó la misma impresión que muchas otras personas que "hacen las cosas porque las tienen que hacer", y esa rutina repetida va moldeando sus personalidades hasta transformarlas en robots humanos, generalmente poco o nada expresivos, cuyas vidas se justifican en unos pisos sin polvo, unas camas bien hechas, unas comidas a horario, unos hijos y nietos con las ropas limpias y planchadas.

Seguramente Elvira era dueña de su casa y de los locales, aunque daba el aspecto de que la casa, los locales, la clínica y quizá hasta el hotel eran dueños de ella.

Un efecto tan deprimente me produjo en aquellas visiones la Elvira que se me cruzó en mi extraño camino, que esa misma sensación me invadió al recordarla aquí. Algo así como sentir que era alguien que no valía la pena ni mencionar, aunque, luego de escribir este apunte, consideré que su descripción sumaba a la historia y quizá así aportaba un toque de valor a quien antes parecía no tenerlo.

En el próximo segmento, me propongo en este momento ocuparme de la gran computadora y de qué hice yo con ella. Por ejemplo, para intentar averiguar mi secuencia de antepasados hasta los más remotos orígenes. Algo que me llevó a la conclusión de que el excelente cirujano que me operó dos veces en esos días, el Dr. Mingo, era algo así como un "hermano" mío. En uno de mis retornos a la realidad, aunque turbado por el efecto de las drogas que me habían aplicado, se lo dije. Así él se convirtió, aunque no tanto como mi amada Olga, en una víctima más de este extraño suceso. Pero eso vendrá después. Por ahora, punto y aparte, un saludo afectuoso y hasta el próximo apunte.

Daniel Aníbal Galatro

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