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El trabajo y la salud - por Delfina Acosta

Todos tenemos derecho a trabajar. Por el trabajo nos reconocerán. Sabrán los demás de nuestra habilidad y de nuestro talento para tal o cual arte. El trabajo nos dignifica diariamente y aporta a nuestras arcas el dinero para comprar el pan de la mesa familiar y sostener algunos pequeños lujos que forman nuestra rutina.
El ser humano se pierde de sí mismo en el ocio. Sin hacer lo que la naturaleza pretende de él, entra en un estado de lenta descomposición moral.

Si el ser humano no trabaja, se va arrinconando en una suerte de burbuja donde los pensamientos tristes se vuelven recurrentes. Perdido de sí mismo, su estado de ánimo se inclina hacia la melancolía y la desesperación.
Pienso que el principio de todos los males es la haraganería.

Hay gente que trabaja por iniciativa propia, y va sumando un capital importante. Pero el común de la gente busca empleo pues no reúne las habilidades y el cálculo necesario para abrir su propia empresa.
No encuentro, sinceramente, qué palabras decir sobre este país mediterráneo y caluroso, donde los jóvenes buscan empleo, y no lo hallan.
Quitar tan tempranamente el propósito primero del ser humano es cometer un grave perjuicio al prójimo.

Quienes desarrollamos el sentido de la projimidad entendemos –claramente– la natural esperanza que sienten los jóvenes en trabajar en cosas para las que su capacitación y su formación muestran idoneidad.
Hacia la dignificación de la juventud, a través del trabajo, debe apuntar el país que queremos construir.
Los políticos deberían tener el pensamiento apurado por crear fuentes de trabajo.

Los que poseen poder de decisión en las altas esferas deberían afanarse buscando un diálogo donde se proponga que se hará justicia a nuestra juventud tan largamente postergada. El resto pasa a ser dominio de un mundo donde se pierde el tiempo.
El joven que trabaja se imagina digno.
Hace planes.
No se siente marginado.

Piensa en un futuro mejor y lucha por ese futuro inteligentemente.
Se afianza, según pasan los años, en una rutina que viene a derivar en la complacencia de sus sentidos.
Si no trabaja, envejece, y se convierte en una vaguedad y en un desencanto para sí mismo.
El sol se le vuelve mezquino.
No halla contento en sí mismo.
Piensa en cosas raras.
En su interior se gesta un mendigo aunque su apariencia y sus modos sean impecables.

A mí me gustaría tanto que quienes gobiernan este país terminen de ponerse de acuerdo en la prioridad. Y la prioridad es el trabajo.
No tiene opción quien no trabaja. No se puede negar la opción a nadie, aún al menos inquieto y ambicioso.
El desencanto habita en el desempleado. Las ganas le son robadas tempranamente y busca en el vicio contento para su sangre. No hay otra oportunidad que no sea la del trabajo. Las demás oportunidades son puertas que se cierran solas.

Muchos no lo entienden así. Y son demasiados los que están en el poder, y roban, y robando atentan, directamente, contra las fuentes de trabajo. El trabajo es un derecho humano.

Delfina Acosta
Asunción del Paraguay
13 de Diciembre de 2010
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1 comentario:

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Dientileche, el País de los Niños