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Recuerdos de mi muerte - Apunte 27 - Los Robertson-Richardson


Siempre creí que los campesinos de todo el mundo se parecen mucho. Lo sigo creyendo. Por eso para hablar sobre los primeros pobladores de Esquel puedo ilustrar este apunte con la fotografía de un grupo de campesinos de Almería en España sin alejarme mucho de la realidad. Así imagino a los Robertson y a sus vecinos a comienzos del siglo XX, tratando de sobrevivir con sus cultivos en condiciones realmente difíciles.

Esos Robertson que fueron de alguna forma traicionados en mi historia por su siguiente generación que, avergonzados por la humildad de sus antecesores, decidieron cambiar su apellido por un Richardson que sonaba similar pero podría reflejar un futuro diferente.

Con la fotografía de sus humildes abuelos en mi mano, intentaría tener una conversación con el prestigioso y poderoso director de esa clínica que solamente existía en mi imaginación pero que, como yo también estaba en ese particular espacio-tiempo, se instaló en mis recuerdos como absolutamente real.

De la nada, sus predecesores habían alcanzado un nivel económico suficiente como para que el nuevo vástago pudiera tener educación de calidad, algo que ninguno de ellos había ni siquiera rozado. Un proceso que culminó con un título de "médico", la llave que abriría sus puertas para permitirle acceder a un nivel social, cultural y económico al que entró con decisión y ambición. De allí la clínica primero y el gran hotel después.

Y no tenía el derecho de renegar de quienes, a puro sudor, lo hicieron posible. Porque esos viejos pobremente vestidos, con manos callosas y piel arrugada por los vientos patagónicos, merecían algún reconocimiento.

Por ejemplo, no era justo obligar a su propio hijo a seguir sus pasos y convertirse también en médico y administrador de las empresas de su padre si él tenía otros anhelos para su vida. La vocación era algo sagrado y respetable. Sus progenitores no lo habían condenado a él mismo a explotar la chacra y ver la vida desde el surco, al comando de un tractor.

Todo eso tenía pensado decirle, y por eso una mañana en que Richarson brindaba su "show" me atreví a cruzar la calle Sarmiento para sentarme en primera fila sobre la verja, a un par de metros del ingreso al predio del hotel.

Pero, como ya mencioné, tenía un "as de espadas" en mi manga. Porque comenzaría agradeciéndole, sinceramente, su ayuda en el caso de la pequeña hija de mi amigo, la que se había quebrado el cráneo en un accidente familiar, pero que con su rápida colaboración y la mano omnipresente de Dios, ya estaba muy bien.

Cuando aparecieron en escena los ayudantes colocando los muebles habituales, y luego, sin sonar fanfarrias pero como si sonaran realmente, el Dr Richardson con su andar algo ampuloso seguido por la siempre humilde Elvira, me atreví a traspasar la valla y a sentarme sobre el cuidado césped. Quería llamar la atención para forzar al médico a acercarse a mí cuando finalizaran esos estudios de historias clínicas. Entonces podría hacerle llegar mis gracias por lo de mi pequeña amiga y mis inquietudes con respecto a su relación paterno-filial con el joven que quería ser piloto de automóviles de carreras.

Cada vez que el hombre iba y venía, le hacía yo algunos gestos lo suficientemente notorios como para que no los pudiera ignorar. En una de sus "pasadas" me miró inexpresivamente, en tanto que Elvira, que lo seguía unos pasos atrás, me puso cara de "eso no se hace".

Mi timidez natural, sumada a esos rostros poco amigables que exhibieron los protagonistas del evento, derrumbaron mis supuestamente sólidas intenciones de dialogar, por lo que retrocedí, me senté nuevamente sobre la verja de troncos, y esperé como todos que terminara el "show". Cuando esto ocurrió, tanto los elementos como los actores desaparecieron dentro del hotel, volví a cruzarme a la clínica, me introduje en mi cama de internado y me propuse esperar otra oportunidad. Pero solamente estuve cerca de Richardson en el salón en el que recibíamos la visita de nuestros familiares y amigos, como ya relaté

Ya no reapareció tampoco en mis andanzas el hijo pues, como saben, no estaba en el taller cuando fuimos a visitarlo. Así que mi único contacto con él tuvo lugar el día de la inauguración de la nueva sala.

Aquí estos apuntes perderán la secuencialidad muy relativa que tuvieron hasta ahora. Porque los que los siguen mostrarán escenas que viví pero no sé bien en qué momento, es decir, antes de qué otro suceso ya contado o después de él. Por eso, para el próximo quiero hablarles del día en que pedí la Biblia para confirmar algo que me preocupaba. Posiblemente fue luego de haber visitado "el otro lado", pasando por el tubo de chapa a la prolija carpintería. Pero esta suposición mía surge de la necesidad de mi razón de encontrarle algún orden lógico a esto que, repasándolo como lo estoy haciendo en estos días, no lo tiene en absoluto.

A mis amigos lectores, gracias por tanta deferencia y consideración conmigo a través del ir y venir motivado por estos apuntes. Hasta hoy solamente he encontrado comprensión y estímulo en sus comentarios. Ya llegando al final, han sumado paz a mi paz habitual. Y me enseñaron otros hace años que cuando uno siente esa sensación es porque está haciendo lo que debe hacer y como lo debe hacer.

Un saludo afectuoso.

Daniel Aníbal Galatro

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